Cuando explico en clase el tema de la reproducción ovípara, mis alumnos se escandalizan pensando que cada vez que su madre les prepara una tortilla se están comiendo el embrión de un futuro pollito.
Siempre me complace tranquilizarles explicándole que los huevos aptos para el consumo humano no son óvulos fecundados y por tanto no son embriones, ni mucho menos, futuros pollitos.
Las hembras de aves nacen con su ovario izquierdo (el derecho lo tienen atrofiado y no les funciona) repleto de folículos (óvulos sin madurar), que a lo largo de su vida se liberan y progresan hasta formarse los huevos. Si el óvulo es fecundado por un macho, ese huevo albergará un embrión del que nacerá un nuevo individuo.
Este proceso de reproducción tiene lugar en primavera cuando las gallinas son cortejadas y copuladas por un macho y siempre que las condiciones del entorno sean óptimas: comida abundante y temperatura adecuada.
Sin embargo, las gallinas ponen huevos a diario independientemente de que hayan sido o no fecundadas. La explicación es sencilla, al igual que las mujeres producimos óvulos mensualmente y nuestro útero se prepara para albergar un posible embrión, así ocurre también en el caso de las gallinas, aunque en su caso el ciclo menstrual es más corto que en los humanos y la producción del óvulo de las gallinas es prácticamente diaria.
La yema del huevo contiene los nutrientes esenciales para que se pudiera desarrollar el embrión, en caso de haber sido fecundado, mientras que la clara sirve para proteger y amortiguar los golpes del supuesto embrión. Finalmente, la cascara, formada principalmente por carbonato cálcico, tiene más de 10.000 poros que permiten que entre aire para la formación del pollito.
Cuando el ser humano descubre el potencial alimenticio de estos huevos sin fecundar, decide domesticar este animal seleccionando las gallinas cuyo ciclo es más corto llegando a conseguir gallinas ponedoras domesticas que pueden llegar a poner 300 huevos al año.